El año pasado decidí presentarme a un premio de ensayo de La Caixa. No debí de hacerlo muy bien, pero lo cierto es que el texto me gusta y quería compartirlo. Si me pidiésen resumir mi tesis doctoral en tresmil palabras, o en tres minutos, o algo así, creo que me resultaría imposible. Pero en este caso, quise darle una vuelta de tuerca a un monólogo que tampoco gustó para Famelab en su primera edición española. Supongo que no aprendo, pero os lo comparto también por si no lo vísteis:

 

DESMONTANDO LA IMAGEN DE LA ARQUEOLOGÍA.

Tópicos, consecuencias y soluciones.

 

Resumen.

La arqueología es una disciplina en principio muy bien valorada por la sociedad. Sin embargo, esta percepción está llena de estereotipos que afectan a la práctica diaria de la arqueología, dentro de un sistema en el que se ha perdido buena parte del sentido en su trabajo. Modificar la percepción social de la arqueología es esencial para conseguir un cambio significativo en su práctica y en las políticas de gestión del patrimonio arqueológico.

 

Palabras clave.

Arqueología; Sociedad; Imagen; Gestión del patrimonio arqueológico; Profesión

 

Introducción: «Yo te digo arqueología, tú me dices…».

— ¡Excavar!

— ¡Dinosaurios!

— ¡Pirámides!

— ¡Extraterrestres!

Es entonces cuando echo de menos las actividades con estudiantes de primaria, donde los huesos ganan por goleada, y esas conversaciones de tren o avión en las que la persona que se sentaba a mi lado me contaba las maravillas del yacimiento que había en su pueblo.

Muchas veces los profesionales de la arqueología damos por hecho que la gente sabe lo que hacemos y en raras ocasiones nos hemos parado a preguntar, o tan siquiera a reflexionar sobre ello. Es famosa la encuesta que realizó la Sociedad Americana de Arqueología al respecto (Ramos y Duganne, 2000) ya que reveló alguno de los tópicos y estereotipos que existen sobre la profesión en Estados Unidos y que se han podido rastrear también en otros rincones del mundo (Holtorf, 2007: 51-52), incluyendo España (e.g. Ibañez, 2014).

Si bien todos estos trabajos ponen de manifiesto una valoración muy buena de la profesión, que por lo general se relaciona con excavar o investigar «cosas« antiguas, no es menos cierto que los dinosaurios o los extraterrestres representan un tema central en el ideario colectivo, tal vez superado solo por un ideal aventurero que emana de la literatura e iconos como Indiana Jones o Lara Croft. El pasado es atractivo, la arqueología también, y de un modo u otro todos hemos configurado una determinada idea que afecta a la realidad más de lo que imaginamos.

 

De cómos y porqués.

Cada día, al encender la televisión, esperar al autobús o gestionar un expediente en el trabajo, la mayor parte de la gente experimenta algún estímulo evocado por un elemento arqueológico: las últimas noticias de esa famosa excavación, un anuncio turístico en la marquesina que nos invita a visitar Perú con una imagen de Machu Pichu o Nazca, el gimnasio de la esquina que nos anima a ser tan fuertes como Hércules o esa nueva colonia que nos transporta al Olimpo con los dioses griegos. Parece mentira, pero es francamente difícil pasar un día normal sin recibir algún estímulo arqueológico. El pasado no sólo evoca aventura y misterio, sino que representa otros valores como el de la fuerza, la belleza o el amor, a través de iconos clásicos, incluso prehistóricos y estrictamente arqueológicos. Lo curioso de este fenómeno es que los arqueólogos apenas controlamos una pequeña parte de estos estímulos e, incluso, descuidamos algunos de los principales aún estando en nuestra mano. Cuando hablo de estímulos hago referencia al concepto de «aprendizaje implícito» de Reber (1967), por el que adquirimos conocimiento sin tan siquiera darnos cuenta, simplemente viviendo. Aún no se ha llevado a cabo ningún experimento en el ámbito de la arqueología, pero representa una hipótesis de partida interesante para entender estos procesos. ¿Cómo es posible si no que la mayoría de la gente crea tener una idea de lo que hacemos? Nosotros no se lo hemos contado en muchos casos.

En este punto entra en juego un elemento de educación no formal esencial como son los medios de comunicación. A través de ellos, grandes bulos como el de los alienígenas ancestrales entran en nuestras casas cada día por el Canal Historia. Pero además, recibimos otras historias mucho más dañinas para la profesión, como aquellas en las que entran en juego la identidad o la política: ese aparcamiento tan fabuloso que no se podrá construir por culpa de un yacimiento arqueológico, esa carretera que también se retrasa por nuestra culpa o ese sitio espectacular que nos hace ser lo que somos, los primeros, los mejores, únicos y diferentes.

Mientras tanto, nuestros libros, excesivamente eruditos, llegan aún a menos gente que nuestras conferencias, nuestra presencia mediática suele limitarse a las campañas universitarias de verano —o a los problemas que mencionaba antes— y, aunque está cambiando de una forma muy positiva en los últimos años, nuestro trabajo diario suele estar oculto tras una malla de obra y envuelto en controversias.

Todo eso lleva a un escenario que puede llegar a ser hostil, ya que la visión romántica de nuestro trabajo dista mucho de la realidad. La política va a remolque de un día a día que muchas veces no entiende, la economía ha fagocitado al sector, como a todos los demás, y esa parte de la sociedad que realmente tiene que tratar con nosotros no lo suele hacer de buena gana. ¿Por qué?

 

Un paseo por la realidad del sector.

Cuando se habla de arqueología, de la de verdad, la imagen principal suele pasar por las campañas de investigación que desarrollan estacionalmente universidades y otras instituciones. Sin embargo, esto no representa más que un pequeño porcentaje de la realidad. El desarrollo urbano y de infraestructuras que hemos vivido en las últimas décadas ha tirado de una profesión nacida de la improvisación. Especialmente con la asunción de la legislación medioambiental europea desde 1986, nuestra presencia en obras creció de manera exponencial a lomos de la construcción.

Ni las universidades, los museos, los centros de investigación o fundaciones, ni mucho menos los recién creados departamentos de patrimonio histórico de las diferentes Comunidades Autónomas, pudieron hacerse cargo de las intervenciones que las leyes requerían. Leyes, sin reglamentos claros en la mayoría de los casos, que dejaban a la libre competencia la contratación de un nuevo servicio «arqueológico» cada vez más simplificado y precarizado.

La arqueología, que a finales del siglo XX comenzaba a presumir de su carácter más científico desde el ámbito académico, se estaba convirtiendo en una mera técnica orientada a liberar terreno para la construcción, con todo lo que ello conllevó (Díaz del Río, 2000). Es lo que se ha venido llamando «arqueología comercial» —o «de contrato» en Sudamérica— y responde a un modelo de gestión del patrimonio arqueológico que se impone en diferentes formatos por todo el mundo, de la mano de la economía más liberal. Según el modelo que rige en España, ante la necesidad de cumplir con los requisitos de la ley, muchos promotores deben contratar un equipo arqueológico que controle la aparición de restos en los terrenos afectados y, en su caso, los excave. Hasta aquí, no existe ningún problema. El sistema bebe de lo que fue la arqueología de salvamento o urgencia en contexto urbano desde los años 60 y 70 del siglo pasado (Rodríguez Temiño, 2004). En aquellos momentos, el hallazgo más o menos fortuito de restos llevaba a intervenciones cuyo único objetivo era rescatar algo de conocimiento de unos restos que ya tenían el destino marcado. Con los años se trató de buscar una solución más eficiente y efectiva a través de lo que se conoce como «arqueología preventiva», según el modelo que se venía aplicando en Francia (Toledo i Mur, 1998). La perversión del modelo llegó de la mano de la liberalización absoluta de la contratación en un colectivo que ha sido incapaz de autorregularse —como sí hizo el británico, por ejemplo. Mientras dependía de la administración para la adjudicación de permisos de intervención y el control —meramente técnico— de los trabajos, dependía económicamente de promotores y constructores privados, cuyos objetivos distaban mucho del interés científico de nuestro trabajo. La precarización fue en aumento en un sector que tuvo que regirse por las leyes de la competencia y en el que el precio terminó siendo el único valor añadido de las ofertas, en un ambiente que llegó a definir la arqueología preventiva como la forma de prevenir a la construcción de los problemas que generaba la arqueología.

Así, nos encontramos con una arqueología que dista mucho de la imagen corriente. Trabajadores precarizados, burocracia, contextos hostiles de obra, presión política y, por encima de todo, una alienación estructural que dejaba de lado los objetivos originales de la disciplina —conocer mejor el pasado a través de sus restos materiales— a favor de unos objetivos claramente económicos (Aparicio, 2016).

A su lado, seguían conviviendo los otros profesionales de la arqueología; académicos, conservadores de museos, o investigadores de diferentes centros que, aún escapando de algunos de los problemas de la profesión liberal, se tenían que enfrentar también a un entorno claramente capitalizado donde la economía ha pasado al centro de toda la actividad (Almansa, 2015).

Dentro de todo este contexto, la preocupación del colectivo arqueológico por su impacto —y su imagen— social ha sido mínima hasta hace poco tiempo. De hecho, sigue siendo minoritaria incluso en ámbitos como el anglosajón, donde la tradición de interacción pública ha sido más importante. Esto ha facilitado que esa imagen poco ajustada a la realidad que exponía al principio, se siga extendiendo sin contestación, afectando en un proceso cíclico al empeoramiento de nuestra situación profesional.

¿Por qué digo esto? Porque la gestión del patrimonio arqueológico viene determinada por un marco legal y burocrático en manos de la política y la administración. En ambas, la presencia de profesionales de la arqueología es testimonial. Pero además, buena parte de nuestro destino está en manos de otras profesiones cuyo contacto con la arqueología suele ser conflictivo. Todos ellos forman parte de ese público, que muchas veces tratamos como algo homogéneo cuando no lo es. Son parte de una sociedad donde la imagen de la arqueología no pone en valor nuestros objetivos de investigación, sino la aventura o el misterio. Una sociedad donde, según la última encuesta de hábitos culturales en España, el 48% de la población nunca o casi nunca ha visitado un yacimiento arqueológico. Una sociedad que no sabe que casi todos los días está visitando yacimientos arqueológicos porque la gestión los ha ocultado bajo los cimientos de nuevas construcciones o el asfalto de la calle, o simplemente forman parte de su cotidianeidad y no se parecen a esos grandes sitios del imaginario colectivo como las pirámides.

 

Hacia una solución.

¿Es posible que con una mejor imagen de nuestro trabajo y el pasado se pudiesen recuperar los valores originales de la profesión? Yo diría que sí. En el marco de la participación ciudadana se suele criticar que aficionados «hagan arqueología» comparando la situación con la de un cirujano. Obviamente un aficionado no suele hacer arqueología, sino, a lo sumo, excavar y procesar materiales. Pero dejando de lado ese debate, me gustaría seguir con la metáfora de la medicina para desarrollar este tema.

Es común que nos automediquemos y que debatamos nuestros síntomas en la consulta, simplemente con ojear un par de páginas web. Somos médicos aficionados y practicamos la medicina a diario recomendando cremas y pastillas a nuestras amistades. Pero cuando llega el momento de la verdad, confiamos en un profesional, porque nuestra vida está en juego. ¿Puede la arqueología salvar vidas?

Saliendo del ámbito más discursivo, la arqueología tiene un poder de construcción y destrucción importante. Históricamente se ha utilizado la arqueología para fundamentar atrocidades, pero también planes de desarrollo. Una buena gestión del patrimonio arqueológico donde la sociedad se convierta en el punto central de las acciones puede ayudar a hacer cosas buenas. En lugar de limitarse a la conservación y acondicionamiento de unos restos que la mitad de la población no visita, nos debemos preguntar qué más se puede hacer para mejorar el entorno en el que se sitúan. En muchos casos las opciones serán limitadas, pero en otros se podrán regenerar áreas deprimidas, mejorar infraestructuras, e incluso fomentar verdaderas redes en torno a recursos turísticos atractivos. Al fin y al cabo el turismo cultural vive en buena medida también del patrimonio arqueológico. En ese proceso, las actividades de divulgación y participación tienen que fomentar un concepto real de integración social donde los discursos no sean unidireccionales. La arqueología y el patrimonio que deriva de ella están institucionalizados, pero eso no significa que todo el control deba residir en nuestras manos. De hecho, la gestión participativa, por ejemplo, es una herramienta útil para conseguir la conservación efectiva de los bienes (Pastor, 2016), mejorando al mismo tiempo la imagen social de la disciplina. La cantidad de acciones que se pueden desarrollar al respecto es ilimitada. Colaborando con otras disciplinas la arqueología podría actuar como herramienta terapéutica o incluso para la resolución de problemas cotidianos.

Todas estas acciones quedan fuera del marco convencional de la práctica arqueológica, incluso de la propia gestión. Sin embargo, del mismo modo que se busca la interdisciplinariedad a la hora de analizar determinados restos, la especialización en estos procesos requiere alcanzar una mayor relevancia. Esta especialización es lo que se conoce como «arqueología pública» y poco a poco va ganado terreno en más proyectos, aunque por el momento se limita principalmente a trabajos de difusión de distinto tipo entre las comunidades colindantes. Extender una práctica más comprometida —y profunda— dentro de la profesión y la gestión del patrimonio arqueológico es una solución que merece la pena explorar.

 

¿Conclusiones?

Este trabajo comenzaba planteando un discurso en el que la arqueología no sólo era víctima de la indiferencia y la incomprensión de la sociedad, sino que además había entrado en una dinámica de autodestrucción muy peligrosa para su futuro. En todo este proceso, la sociedad juega un papel esencial como respaldo —o no— del mismo, para bien o para mal. Buena parte de las condiciones que han permitido llegar a esta situación vienen marcadas por la imagen alterada de nuestro trabajo como profesionales de la arqueología. Una imagen que no invita a valorar muchas cosas más allá de los iconos clásicos.

Se necesita un lavado de imagen para mejorar la situación de la profesión. Sin embargo, no es posible promover nuevos valores desde los tradicionales discursos sobre identidad o belleza que han venido dándose. Por ello, la arqueología pública como elemento pivotante de la práctica arqueológica y la gestión del patrimonio arqueológico puede representar una solución, partiendo de una pregunta sencilla; ¿qué podemos hacer por ti?

Las posibilidades que ofrece nuestro trabajo para influir de forma positiva en el contexto en el que se desarrolla son infinitas y pueden solucionar nuestros problemas de identidad —y práctica— profesional, a la vez que ayudan a solucionar muchos otros para la gente de a pie.

 

Referencias.

Almansa, J. (2015): «Trading archaeology is not just a matter of Antiquities. Archaeological practice as a commodity», en C. Gnecco y D. Lippert (eds.), Ethics and Archaeological Practice, New York: Springer, 141-157.

Aparicio, P. (2016): Archaeology and Neoliberalism, Madrid: JAS Arqueología Editorial.

Díaz del Río, P. (2000): «Arqueología Comercial y Estructura de Clase», en M.M. Bóveda (coord.): Gestión Patrimonial y Desarrollo Social. Santiago de Compostela: Laboratorio de Patrimonio, CSIC, CAPA, 12, 7-18.

Holtorf, C. (2007): Archaeology is a Brand. The meaning of archaeology in contemporary popular culture, Walnut Creek: Left Coast Press.

Ibañez, M. (2014): Percepción y usos del patrimonio arqueológico de Sevilla, Sevilla: Universidad de Sevilla.

Pastor, A. (2016): «Hacia una conservación arqueológica social en Barcelona», Complutum, 26(2), 259-80.

Ramos, M. y D. Duganne (2000): Exploring public perceptions and attitudes about archaeology, Washington: Society for American Archaeology.

Reber, A. (1967): «Implicit learning of artificial grammars», Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior, 6, 855-63.

Rodríguez Temiño, I. (2004): Arqueología urbana en España, Barcelona: Ariel.

Toledo i Mur, A. (1998): «El modelo francés de arqueología preventiva», Iberia, 1, 7-18.