Siempre pensé que las conversaciones en un avión o un tren de larga distancia eran lo más. Durante muchos años no rehuía ninguna, incluso las buscaba. Al principio decía que era arqueólogo. Pronto me cansé y comencé a inventarme vidas. Al fin y al cabo, esa butaca de pasillo en un vuelo diurno era el mejor laboratorio social que he conocido. Con los años empecé a volar más y mejor, las conversaciones fueron cesando y, en el fondo, yo dejé de buscarlas también. Supongo que es lo que pasa cuando vuelas demasiado. La persona que se siente a tu lado tiene que parecer muy interesante.

En estos últimos días he tomado más de media docena de aviones, así uno detrás de otro. Londres, Santiago, Mahón y Atenas. Sólo he hablado con el personal de cabina. Ni una sola palabra para otro pasajero. Bueno, en uno de los trayectos desde Atenas me encontré con un antiguo compañero de doctorado y hablamos un rato mientras embarcaba el resto de la gente, pero fue más una conversación de pasillo que de avión. Al fin y al cabo no era un desconocido.

Sin embargo, hace unos días he vivido uno de esos momentos extraños y a la vez interesantes que, de nuevo, me traen al mundo de la arqueología y la percepción social del pasado. Estaba en Mahón, donde coordiné las redes sociales del III Congreso Internacional de Buenas Prácticas en Patrimonio Mundial (seguidlo por si no lo conocéis). Una de las cosas que más me gustan de ese congreso es el Hotel Capri, donde nos alojamos buena parte de los participantes. En su sexta planta tiene una piscina pequeña, pero suficiente, con su jacuzzi y sus saunas. Cada día, cuando vuelvo del congreso, me gusta subir un rato para relajarme antes de continuar con el trabajo. Un día, tuve un encuentro inesperado.

No estoy acostumbrado a encontrarme con gente en la piscina (en esa). Normalmente ocupamos casi todo el hotel y la gente se va a cenar o a tomar algo a esas horas. Uno de los días, estaban varias compañeras y un desconocido. Después de darme un remojo en la piscina pasé a la sauna. Un par de minutos después pasó el desconocido. Era un chico jóven, atlético, que no estaba en el congreso y, por lo que conocí después, tampoco en el hotel. El hotel oferta bonos para usar la piscina a gente externa y parece ser que hay quien los usa.

Le dió la vuelta al reloj de arena y le dije que lo acababa de poner y que había mucho más tiempo del otro lado. Lo cambió y se sentó a mi lado. Debe estar acostumbrado a hablar con gente en las saunas, porque en unos minutos me había contado toda su rutina de sauna, jacuzzi y piscina, amén de algunos detalles personales que he olvidado. Me preguntó qué hacía ahí y le dije que estaba en un congreso y era arqueólogo. Entonces su cara cambió (ya se me había olvidado esa dinámica) y soltó casi a modo de suspiro un: «¡Ay las taulas!»

Porque las taulas son como la isla, te cambian la vida, ahí puestas… Dos veces me lo repitió. No era de la isla. Estaba allí trabajando, pero de algún modo había algo casi mistico en la arqueología que le hacía llevar mejor eso de vivir en unos pocos kilómetros cuadrados. Al rato, dos compañeras que estaban en la piscina pasaron y cesó la conversación. En un minuto ya estaba hablando otra vez con ellas, pero no pude profundizar en eso de las taulas. Al día siguiente volví, a la misma hora de siempre. No estaba.

Todavía no sabría articular un experimento, o tan siquiera una encuesta, que me permitiera profundizar en la cabeza de toda esta gente. Estas pequeás conversaciones me hacen cuestionar continuamente conceptos como valor o identidad. Pero algún día, fuera de la sauna, lograré entenderlo mejor.