Por lo general, este blog es un conjunto de reseñas más o menos largas de cosas que veo o leo y me apetece compartir. De algún modo, esta reflexión viene del final del último programa de John Oliver sobre la policía estadounidense. Pero quería poner en relación una serie de eventos que están pasando estos días con el contexto de actualidad patrimonial.
El lunes publicaba un artículo en The Conversation sobre la amenaza de desprotección de las nuevas leyes del suelo que nos acechan con la excusa de reactivar la economía post-crisis. De fondo, los británicos se dan cuenta de que han sido un imperio colonial basado en el comercio de esclavos, en Estados Unidos vivimos el enésimo levantamiento contra el racismo estructural que vivimos, y he descubierto lo que significa ser TERF gracias a la autora de Harry Potter…
Nos resulte fácil de entender o no, esto está directamente relacionado con la política patrimonial y el rol social que tiene nuestro trabajo como profesionales del estudio y protección de ese patrimonio. Llevamos más de cuarenta años poniendo sobre la mesa estos temas, y por lo que parece debe tratarse de un movimiento muy marginal, porque hay demasiado revuelo al respecto.
Pero vamos a empezar por el principio… Una de las bases de los estados democráticos contemporáneos pasa por un concepto clave que ya estableció Rousseau: el contrato social. Por él, la sociedad decide convivir en torno a unas normas que restringen la libertad absoluta y dotan de poder al estado para garantizar el status quo. Esto, que bebe, entre muchas otras cosas, del concepto clásico de justicia, nos ha llevado a legislar sobre miles de aspectos, regulando cada detalle de nuestras vidas. Los que estéis acostumbrados a lidiar con la regulación europea ya sabéis de qué hablo…
Uno de los acuerdos a los que hemos llegado como sociedad es la necesidad de conocer y conservar nuestro pasado como un elemento fundamental de nuestra historia y nuestro futuro. Una idea que por lo general está más que aceptada y que suele contar con mucho consenso… pero, ¿qué pasado?
En arqueología prehistórica las decisiones suelen basarse en la relevancia de los yacimientos como fuente de información. Pero desde el principio hay un aspecto fundamental en juego, el de la monumentalidad. Suelen ser espacios atrativos visualmente y que encajan con la tradición original de la profesión… [ver los encargos de las primeras excavaciones en Pompeya y Herculano para rescatar «piedras bonitas»]. Conforme sigue la historia, y la información arqueológica no parece tan relevante, las decisiones se comienzan a tomar en torno a la construcción de la identidad nacional, que viene referida a grandes momentos, espacios y personajes.
Dentro de ese proceso, uno de los elementos que va tomando protagonismo es el de la conmemoración. Personajes y episodios que sirven para recordar. Esto no es una novedad contemporánea, sino que viene practicándose con diferentes significados desde hace miles de años. Hay episodios de subsistencia, como los monumentos astronómicos; de pertenencia, como los marcadores de terreno y los enterramientos colectivos del neolítico; abstracto-divinos, como las venus paleolíticas; y pronto, con el inicio de la desigualdad social y las estructuras de poder proto-estatal, representaciones individuales. Durante siglos no podemos reconstruir la identidad personal de muchos individuos, pero en época romana, por ejemplo, podemos reconstruir linajes de poder completos.
Con los años, estos elementos conmemorativos honrarán a personajes ilustres de toda índole. En España hemos sufrido ya un proceso traumático al respecto con los efectos coleantes de la ley de Memoria Histórica y el homenaje público en calles y plazas a determinados elementos. Como es reciente, el asunto se pone un poco más político…
Pero volvamos al contrato social. Solía bromear con que el día que la gente no quiera que haga arqueología, lo dejo. No personalmente, sino en el marco de la sociedad. Ante la decepción que me suele suponer acercarme al valor social de la arqueología, he pensado demasiado en esto… y existen dos componentes claros al respecto: el primero tiene que ver con la educación y el segundo con la ideología.
Empecemos con la educación: los británicos se están dando cuenta por fin de que su imperio se construyó sobre la sangre de cientos de miles de esclavos y el dinero que su aristocracia ganó con ellos. Y se dan cuenta ahora porque la educación les enseña una historia en positivo, ausente de toda crítica, en la que se resaltan las grandezas sobre todo lo demás. En España no tenemos un sistema muy diferente, pero hace tiempo que se ha abordado de forma más crítica el pasado conflictivo. [corto y cambio]
La ideología es un componente fundamental en todo esto. Contamos con un abanico ideológico bastante florido cuyo centro sigue fundado en estructuras de poder tradicionales que vienen de tiempo atrás y buscan perpetuarse. La ruptura trata de llegar de todos los frentes. Curiosamente, uno de ellos no es realmente una ruptura en positivo, sino el intento de volver a esas estructuras de poder tradicionales en toda su expresión. Por si no lo habéis pillado ya, se les llama alt-right en la jerga política internacional.
Ahora volvemos a esa educación tradicional, que curiosamente se corresponde con todo lo que estos grupos de nueva derecha radical reclaman y aclaman. Son movimientos reaccionarios que no están interesados en el cambio porque el cambio supone la pérdida de privilegios.
Y ahora me diréis que soy un progre rojo de mierda y tal y pascual… pero ese no es el tema. Simplemente sigue la lógica de la representación de estas realidades y el inicio de la ruptura del contrato social… ¿por qué?
Porque hace décadas, después de alguno de los episodios más oscuros de nuestra historia, la sociedad en su conjunto decidió que todos éramos iguales y merecíamos compartir los mismos derechos y libertades.
Esto significa que es inaceptable la brecha estructural que existe en Estados Unidos entre los protestantes blancos y el resto de comunidades que buscaron refugio en sus fronteras. Esto significa que es inaceptable que se siga cuestionando la identidad sexual de las personas y su libertad para vivir en condiciones de igualdad. Esto significa que es inaceptable seguir honrando la memoria de personajes y eventos que hoy nos avergonzarían como sociedad…
Pues bueno, hay quien piensa que eso no es inaceptable y lucha para sostenerlo. Y hay quien se pasa en sus reacciones porque no entiende dónde están los límites entre memoria y celebración. Nuestra labor como profesionales de la historia, la arqueología y el patrimonio es tratar de poner un poco de cordura en todo esto…
Entonces, volvamos al contrato social. Si la sociedad decide que eliminar estatuas de determinados personajes es lo adecuado, está en su derecho. Nuestro trabajo tiene que ser recordar lo que representan desde una perspectiva crítica. Hay millones de formas de abordar el asunto y a veces son muy creativas [como la propuesta de Banksy con el esclavista Colston en Bristol]. Censurar el cine clásico, sin embargo, es un producto absurdo de la mala educación que recibimos… una buena educación haría innecesario incluso comentar el contexto social y político que representa Lo que el viento se llevó, o su repercusión para el cine y las comunidades afrodescendientes en Estados Unidos. Un claro ejemplo de sobre-reaccionar en el contexto del movimiento antirracista que vivimos estos días. Pero esto nos lleva a plantearnos por qué parece necesario sobre-reaccionar en determinados contextos… os lo dejo y vuelvo a la arqueología.
Porque en el fondo lo que me interesa es volver a traer a colación esa idea del contrato social a la gestión del patrimonio arqueológico y el por qué tenemos que luchar contra una ruptura del contrato social también en este sentido.
En el video que os citaba al principio la mujer del final gritaba con rabia como le importaba un carajo que se quemara su comunidad porque no les pertenecía, porque se había roto el contrato social que les mantenía callados. Y no se ha roto porque sí, sino como resultado del ascenso imparable que la alt-right está viviendo en estos años y sus repercusiones más directas en la convivencia. La radicalización de posturas que creíamos superadas nos lleva a un absurdo en el que Miguel Bosé extiende teorías conspiranóicas estúpidas, a las posiciones ultra nacionalistas de Vox o del indepentismo catalán, o a una suerte de vuelta a los 50 en la convivencia comunitaria norteamericana.
Y esto es solo mirando las noticias… me acaban de mandar una foto de Mozambique con una chica pintando una «mascarilla» en su rostro. Las desigualdades estructurales que vivimos en el primer mundo son moco de pavo con respecto a las que generamos en el resto del mundo.
Y en patrimonio se ve… porque las mismas posiciones que defienden la memoria y la grandeza de personajes patrios, no dudan en destruir sin miramientos cualquier otro vestigio del pasado por su propio beneficio personal. Rompen el contrato social en el momento en que se ponen por encima del resto. Rompen el contrato social cuando su enriquecimiento económico está por delante de la conservación de recursos naturales y culturales que nos pertenecen a todos. Y nuestra labor es no permitir que se rompa ese contrato social.
Porque por mucho que la mayoría de la sociedad sea ignorante con respecto al pasado y a la arqueología, no significa que no tengan derecho a la cultura y al patrimonio. Porque por mucho que no se valore igual el pasado monumental y aristocrático que el pasado más humilde que rescata la arqueología, no significa que no tengamos el deber de recuperar también ese pasado… porque curiosamente ese pasado es realmente nuestro pasado, el del 99 por 100 de la población que vivía y vive para que el otro 1 por 100 se enriquezca.
Porque muchas de las reformas legales que esconden desprotección del patrimonio no buscan el bien común sino el bien de unos pocos. Y lo hacen escudados en un contrato social que rompen cada vez que ordenan en favor de privilegios y privilegiados.
Y ya me callo…